Presentación en la Ceremonia de Apertura del Seminario de Equidad e Inclusión
Imagen de Frits de Jong en Pixabay
Pamela Díaz-Romero[1]
El año 2001, con una donación inicial de 280 millones de dólares, la Fundación Ford lanzó el que sería uno de sus programas insignia: el Programa Internacional de Becas. A su término el año 2013, más de 4300 líderes sociales, artistas, académicos y académicas procedentes de comunidades marginalizadas o socialmente vulnerables de 22 países de Asia, África, Latinoamérica y Rusia completaron programas de posgrado en las mejores universidades del mundo.
La controversia no estuvo ausente en el planteamiento de un programa para el cual ciudadanos/as estadounidenses no eran elegibles y que, además, no fijaba como requisito estudiar en Estados Unidos, una cuestión inaudita para la filantropía norteamericana.
23 años después, el debate que en su origen despertó esta iniciativa fue más allá del rol de la filantropía y hoy resuena con inusitada fuerza:
¿Son necesarias medidas de “acción afirmativa” para promover la inclusión de los sectores históricamente postergados en las democracias occidentales?
¿Cuáles son los beneficios sociales que justifican ajustar los mecanismos de acceso y asegurar cupos a grupos y colectivos subrepresentados en instituciones y programas de educación superior altamente selectivos?
En un mundo globalizado, ¿deben los grupos privilegiados ceder espacios de poder y costear medidas que no los favorecen directamente?
La evidencia acumulada ha demostrado que, sin mecanismos como cuotas, cupos reservados y sistemas diferenciados de acompañamiento efectivos, el acceso a los espacios tradicional y mayoritariamente ocupados por las elites crece marginalmente. Su evolución vegetativa o “espontánea”, como se observa con la participación política de las mujeres, puede tardar siglos.
En regímenes autocráticos u organizaciones plutocráticas, la ausencia de representación de la diversidad social en aquellos espacios que que generan prestigio y dan acceso a la toma de decisiones, como son las instituciones de educación superior, puede ser tolerable. Sin embargo y como sugiere su nombre, no lo es en las democracias representativas.
En esta forma de organización política, que los países del así llamado primer mundo buscamos promover y preservar, la cohesión del tejido social que la sostiene depende en gran medida de la percepción de las y los ciudadanos respecto las garantías de recibir un “trato justo” por parte de las instituciones democráticas, es decir, que éstas puedan darle a cada cual lo que el estado de derecho compromete a su ciudadanía a partir del reconocimiento de sus condiciones y características específicas.
Así, las democracias modernas enlazan los principios de justicia y equidad, implicando este último el reconocimiento e inclusión de la diversidad y la eliminación de cualquier forma de discriminación, para evitar que las diferencias se constituyan en desigualdades.
La equidad y –consecuentemente- la inclusión, tienen entonces para la legitimidad política de la democracia y sus instituciones, un valor fundamental. De hecho, las sociedades modernas otorgan centralidad a la equidad como principio normativo, orientador tanto de sus prácticas como de sus instituciones (Giddens, Dahrendorf, Galtung).
Tienen también un valor estratégico, ya que lo que los derechos que los estados democráticos garantizan a su ciudadanía no son estáticos, evolucionan y se actualizan conforme las sociedades se desarrollan, para ajustarse de acuerdo a su contexto material y cultural.
Así ha sido con la educación en todos sus niveles.
A principios de este siglo, en mayo de 2003, el entonces presidente Ricardo Lagos promulgó la Ley 19.876, que reformó la constitución para constituir como derecho la educación media, estableciendo su obligatoriedad y gratuidad. Se determinó así el rol del Estado de garantizar el acceso a través de la provisión pública.
Esto tuvo incidencia directa en el aumento de la matrícula total y la cobertura neta de la educación superior. Con una tasa de crecimiento anual de 5,2% entre 1990 y el 2000, pasó de 245000 matriculados (cobertura neta del 13%) a 430.000 en el 2000 (cobertura neta: 22%). En la primera década del siglo XXI, la cobertura neta creció a una tasa del 7,8% anual, llegando a 870.000 estudiantes en 2010 (cobertura neta de28%). (CASEN)
Un segundo punto de inflexión apuntó no solo a la ampliación, sino a la composición interna de la matrícula de Educación Superior y se produjo con la reforma a este nivel educativo liderada por Michelle Bachelet a partir 2015, promulgada finalmente en 2018. Con ella, al continuo aumento de la matrícula total, que ese año contaba con una cifra cercana a 1.200.000 matriculados y que en 2024 alcanzó 1.386.000 (con una cobertura neta superior al 42%), hemos asistido al cierre gradual de la persistente brecha en el acceso según el nivel de ingresos del hogar, si comparamos la participación del 20% más rico y el 20% de menores ingresos. Esta brecha alcanzaba 45 puntos porcentuales en el 2000 (52% y 7% respectivamente), bajando en 2013 a 31 puntos (58% y 27%) y a 23 en 2022 (61% y 38%) (CASEN).
Complementariamente a la acción transversal de las políticas públicas, iniciativas como el ya mencionado Programa Internacional de Becas apuntaron a instalar el debate sobre el rol de la acción institucional focalizada en el avance a la vez sustantivo y cualitativo de los grupos socialmente postergados, promoviendo su inclusión efectiva con la equidad como principio normativo.
En Chile, a fines de 2001 en las oficinas de la Fundación Ford se reunían para hablar de la posibilidad real de promover medias de acción afirmativa en las universidades figuras centrales en ese debate desde el retorno a la democracia, como Juan Eduardo García Huidobro (PNE 2023) y JJ Bruner, acompañados de quienes tomarían el liderazgo en las principales universidades públicas en las décadas siguientes: Francisco Javier Gil (USACH) y Rosa Devés (UCH).
Entonces como ahora, el rol que debían tener las universidades públicas en la profundización de la democracia, a través de la generación de condiciones para una inclusión efectiva de la diversidad social en las aulas, para aportar desde ahí a una mejor representación de ésta en los espacios de toma de decisiones, fue uno de los temas en debate.
También lo fue el aporte efectivo de esa diversidad a la calidad misma de la formación, con argumentos como el positivo efecto de la diversidad en el aprendizaje. De hecho, la UNESCO plantea que las aulas culturalmente diversas fomentan el pensamiento crítico, la empatía y la creatividad de los estudiantes, lo que a la vez permite un mejor desempeño y desarrollo académico. De paso, especialistas y gestores comprometidos con la equidad se esforzaron en demostrar como esto contribuía a la generación de conocimiento pertinente a la resolución de los problemas sociales, económicos y ambientales más complejos que ya se anticipaban a escala global. Entonces como ahora, se destacaba el valor de las experiencias diversas y los puntos de vista que desde ellas se configuran como aporte al debate académico y al pensamiento divergente, clave en la innovación. Todos argumentos que fueron repitiéndose y ampliando la evidencia que los sustenta.
Pero las resistencias culturales y procedimentales siguen presentes en las universidades y la sociedad, por lo que los desafíos para permear las dinámicas institucionales y transformarlas enfrentan las mismas preguntas surgidas el 2000 y sobre las que hemos vuelto reiteradamente en estos años.
En estas décadas se han ido sumando investigaciones aplicadas que buscan derribar con datos los prejuicios de quienes aún ven en las iniciativas que ahí se dibujaron amenazas a la excelencia académica tal como la entendían, interpretándolas como disrupciones ideologizadas a la pretendida neutralidad del conocimiento científico y el necesario aislamiento que deberían tener los centros universitarios de lo que se descarta como debate político.
A pesar de las resistencias internas y externas a las instituciones, en la primera década del siglo logran instalarse programas como el Propedéutico de la USACH, institucionalizado en 2007, mientras en 2010 la Universidad de Chile formaliza los cimientos de la robusta arquitectura institucional que hoy sustenta el compromiso con la equidad y la inclusión, formando la Comisión de Equidad, simultánea a la implementación del primer sistema de ingreso especial para estudiantes de establecimientos municipales en FACSO. Con esto la Universidad de Chile sienta las bases para el SIPEE (2012).
El trabajo en estas y otras instituciones nacionales fue estrechamente acompañado por la Fundación Equitas, creada por la Fundación Ford en 2003, justamente para desarrollar el Programa de Becas pero sobre todo para impulsar la discusión respecto de la acción afirmativa, la equidad y la inclusión en el sistema de Educación Superior de la Región Andina y el Cono Sur. Saludo aquí a la distancia a Augusto Varas, entonces representante regional de Ford y presidente del directorio de Equitas, quién puso a disposición sus amplias redes y aguda visión de los desafíos y oportunidades que enfrentaba la discusión. Me complace compartir estas líneas con Jaumet Bachs, Cecilia Jaramillo y Anita Rojas, grupo nuclear de la Fundación y que siguen trabajando diariamente por el propósito con el que fue creada.
Hoy desde la Universidad, es esperanzador observar la trayectoria institucional en estos 24 años, en los que su compromiso transversal con la equidad y la inclusión, expresado en múltiples dispositivos institucionales, políticas y programas, ha contribuido sustantivamente a frenar y revertir desigualdades antes amparadas en diferencias que hoy se busca valorar y promover en el conjunto del sistema de ES.
Su aporte al desarrollo de vías de admisión de equidad; modelos de acompañamiento académico, centros y programas de apoyo al aprendizaje; mecanismos de caracterización y soporte socioeducativo y programas de desarrollo estudiantil integral -entre otros- está cuidadosamente recogido en la línea de tiempo con la que se ilustra el esfuerzo de la última década, y que quise complementar retrocediendo unos años.
Retomando las preguntas iniciales, se hace evidente en los datos de evolución de la matrícula que la sola a progresión demográfica es insuficiente para dar cuenta de las crecientes demandas ciudadanas al sistema político. Los beneficios de aportar desde las IES a la cohesión social a través del encuentro y el dialogo razonado de la diversidad, permitiendo la expresión de las diferencias sin que estas se constituyan en desigualdades y ampliando la participación de los grupos sociales subrepresentados es sin duda clave en la legitimidad institucional y de la democracia. Esto abre además la posibilidad de contribuir a la generación de respuestas más pertinentes a los problemas complejos, mejorando de paso la formación, y con ella la producción de conocimiento e innovación.
En un mundo globalizado, la contribución activa a la equidad y la inclusión de instituciones como ésta, que generan prestigio y promueven el acceso a la toma de decisiones, no sólo es ética y académicamente fundada, es también estratégica para la preservación de la democracia y del propio planeta.
Por ello, no es casual que la inclusión –junto a la igualdad de género y la convivencia- se incorporaran en un criterio transversal para el nuevo proceso de acreditación institucional en curso. Este sin duda nos dará la oportunidad de mostrar cómo hemos ido cambiando institucionalmente la comprensión de los desafíos que implican la inclusión y la equidad.
De hecho, la acreditación nos impulsa a compilar y sistematizar experiencias y aprendizajes dispersos en distintas unidades y en cada campus, aunándolos para proyectar nuestra visión en esta cuestión vital para una sociedad tensionada, cada vez más segregada y cruzada por la desconfianza entre los distintos segmentos sociales, donde la universidad de Chile sigue siendo un espacio privilegiado para el encuentro y el diálogo. Es desde ahí que genera conocimiento y contribuye al desarrollo científico y también social, con una visión amplia e integrada de las perspectivas que componen la sociedad a la que nos debemos.
[1] Salón de Honor, Universidad de Chile, 11 de diciembre, 2024.